Comenzaron a llegar por la tarde, de a poco se agruparon frente a la muralla con miradas desafiantes ante los soldados conejos, que miraban atónitos. Cada vez eran más y con el correr de las horas el horizonte se tiñó de color carpincho. El comandante Pinoy subió a la muralla y miró a lo lejos. Alcanzó a contar como siete carpinchos, pero quizás había incluso hasta ocho, no podía saberlo porque se movían al ritmo de una música carpincha que no podía comprender.
El comandante llamó al conejo Ramón y le ordenó que mirase por el binocular y leyera sus labios:
—Si traman algo, debemos saberlo —dijo el comandante ferozmente.
—Comandante, comandante —gritó el conejo Ramón mientras miraba por sus binoculares—. Lo veo claramente.
—¡¿Qué dicen, conejo?! Dígame qué dicen —le ordenó el comandante.
—Dicen: «Dale a tu carpincho», pausa, pasito, pausa, «alegría a tu carpincho», pausa, pausa, pasito, «que tu carpincho es pa’ darle alegría y cosa buena», pausa, giro de carpinchos «hey, los carpinchos, ajam».
—¡Por dios! —dijo el comandante tomándose la cabeza con ambas manos—. Están preparándose para la guerra.
Pero nadie lo escuchó porque la canción era tan pegadiza que pronto toda la muralla estaba bailando al son de los carpinchos.
—Hay que reconocerles que son pegadizos —le dijo el Conejo Ramón.
El comandante supo rápidamente que la situación estaba escalando y que pronto los carpinchos se prepararían para atacar.
—Debemos actuar rápido —le dijo a la tropa de conejos que no paraban de bailar y girar—. ¡Conejo Agustín! —gritó y el conejo apareció rápidamente rodando, como era costumbre ya en él, de caerse a cada rato.
—Mande su comandosidad —le dijo.
—Baje y pregunte cuáles son sus demandas.
—De inmediato —dijo mientras bajaba la muralla susurrando: «dale a tu cuerpo alegría los carpinchos»…
La escena posiblemente entraría luego en los anales de la historia mundial, como una de las batallas más épicas y quizás únicas que los conejos tuviesen que luchar. Los siete u ocho carpinchos seguían bailando y cantando, cuando vieron al conejo Agustín acercarse con una hoja de papel y una lapicera.
—¡Alto! —gritó un carpincho—. Hasta ahí nomás, que recién enceramos.
—Vengo —dijo el conejo tembloroso— vengo a… a… —decía pero le transpiraban tanto las manos que mojó el papel y no entendía qué había anotado—. Vengo a preguntarles por las bufandas.
Los carpinchos se miraron unos a otros, todo el mundo sabía que los carpinchos no usan bufandas, porque como son espinudos, después son difíciles de sacar y se les arruina la lana. Sin embargo, el líder de los carpinchos entendió que se trataba de una trampa y le preguntó:
—¿Vienen a parlamentar?
—A parlamentar —reflexionó el conejo Agustín—, deme un minutito que ya lo comunico —y salió corriendo rumbo a la muralla.
—Comandante Pinoy, comandante Pinoy —gritó bajo la muralla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué han dicho? —le preguntó el comandante.
—¡Creo que son italianos! —le dijo el conejo.
—¿Cómo que son italianos?
—Sí, quieren «parla menta», o sea, “parlar” sobre la menta— le dijo el conejo, más confudido que el comandante.
El comandante Pinoy estaba tan desorientado sobre el asunto de la menta que decidió contarle a la Principepa.
—Principepa, no quiero asustarla, pero hay un grupo de conejos italianos reclamando por la menta —le dijo, y la Reina dejó caer el té con menta al piso.
—¿Como saben de la menta? —preguntó.
—No sé, pero parece que la quieren —le dijo el comandante.
—Bueno, pues dígales que para agarrar la menta van a tener que pasar por sobre la muralla, que es más alta que el sol.
—Su reinosidad —insistió el comandante— en realidad, al parecer planean dar la vuelta —le dijo mientras señalaba por la ventana y veía a los carpinchos entrar al patio sin problemas, tan solo esquivando la única muralla.
—Entonces, entonces —dijo la Principepa— dígales que para tener la menta van a tener que luchar contra usted a muerte.
—¿Contra mí? —dijo el comandante Pinoy tragando saliva.
—Sí, sí, usted, y a muerte ¿eh?, nada de medio vivito. Vamos, vamos, vaya nomás, pelee y sea valiente —le dijo mientras pedía otro té con extra de menta.
El comandante Pinoy salió resignado: no era la primera vez que la reina le pedía que pelease a muerte, sin ir más lejos, ni más cerca, la última vez había sido hacía dos horas, cuando se le cayó una miga de pan y la agarró un ratón. Ordenó a toda la escuadra de conejos que peleasen contra el ratón y recuperasen la miga. La batalla fue tan cruenta que el saldo fue de cinco conejos adoloridos, un ratón con la cola mordida, que cuando se quejó nadie se quiso hacer cargo, pero todos sabían que el conejo Ramón tenía pelo de ratón en la boca y el comandante Pinoy había quedado desparramado por ahí, pero sin heridas mortales. Y todo eso, había sucedido nomás antes de la batalla, por lo cual el ratón decidió devolver la miga que según contó, ni la quería de verdad, y todos felices.
Y así salió el comandante Pinoy, resignado y entregado a una muerte segura a manos de una horda de carpinchos dispuestos a todo por sus mentas.
—Carpinchos, oídme, cuesto Pinoy qui parla está dispuesto a todo por su reina —dijo, y se quedó mirando con ferocidad a los carpinchos que se amontonaban en el patio.
—¿Qué dijo? —se preguntaron los carpinchos.
—Me parece que es italiano —dijo uno de los animales.
—Sí, que vaya al grano —dijo el otro.
—Carpinchos, disculpen mi italiano —dijo el comandante Pino — pero daré la vida por mi reina. Jamás podrán tocar su menta —les dijo y miró por la ventana como la reina ahora hacía bolitas de menta y jugaba a tirarlas al aire.
—Qué asco —dijeron los carpinchos dejando de bailar sus danzas más secretas —¿Dijo menta? Qué asco —continuaron y ponían cara de falso vómito.
—¿Cómo, no les gusta la menta? —les preguntó el comandante.
—¿A quién sí? —le dijo uno de los carpinchos—. Somos carpinchos, todo el mundo sabe que a los carpinchos no les gusta la menta.
El comandante los miró preocupado y creyó que se trataba de un truco, así que mandó a llamar al conejo Alberto, que era el encargado de la librería real y trajo el único libro en todo el reino: Manual para el reconocimiento de carpinchos, volumen I. Le ordenó al conejo Alberto abrirlo y leer la primera página en voz alta: «Los carpinchos son animales. Se parecen mucho a la siguiente foto de un carpincho y no les gusta la menta.»
—¿Y las demás páginas? —dijo el comandante creyendo que era una trampa.
—Las demás son para colorear —le dijo el conejo.
—¿Y ya están todas coloreadas? —preguntó el comandante.
—Sí —dijo el conejo Alberto, un poco avergonzado—. Las noches en la biblioteca real son un poco solitarias y los crayones están muy a mano.
—¿Y entonces a que vinieron? —les preguntó el comandante, mirando ferozmente a los carpinchos.
—Nosotros no vinimos —le dijo uno de los carpinchos.
—¿Pero cómo no vinieron si están acá? —les dijo confundido el comandante Pinoy.
—Los que están acá son ustedes —les dijo el carpincho. Y tenía razón, la verdad es que estaban todos ahí.
Entonces entre todos se miraron y se confundieron un poco más. No sabían ahora si habían ido o si habían venido, pero lo más importante es que no les gustaba la menta.
Después de unos minutos de confusión, retomaron su baile de carpinchos, que con mucho gusto fue acompañado por los conejos y los demás animales del reino, excepto por el ratón, que cuenta la leyenda que se volvió a robar una miga, pero esta vez de menta.
Y esta fue la vez que los carpinchos casi se rebelan, pero al final no.
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