La tarde transcurría muy tranquila, demasiado para el gusto del comandante Pinoy, que ya se disponía a descansar por primera vez en dos semanas. La reina dormía en su alcoba y los conejos se agolpaban, como era costumbre, para patrullar la muralla. Aún no manejaban el arte del caminar sincronizado y las patrullas que iban se golpeaban con las que venían y todas después iban a parar al piso.
«Al menos son tenaces y no se rinden», pensaba el comandante, «peor sería que volviéramos a entrenar a las vacas para que lo hicieran, ah no, eso sí que no», decía en voz alta, «ya de por sí era muy difícil subirlas a la muralla, ni se imaginan lo que es bajarlas ».
—¡Comandante! ¡Comandante! ¡Un carpincho! —se escuchó en la muralla y el comandante se golpeó la cabeza con sus manos. Sabía que la tranquilidad no podía durar.
—¿Qué pasa, qué pasa? Que no cunda el pánico —dijo— ¿Qué es lo que ocurre?
—¡Ahí! ¡Ahí! —le dijo señalando el conejo Horacio— ¡Ahí viene un carpincho!
—Pero conejo, ¿qué dice? —se río el comandante— si eso no es un carpincho, eso es un bicho bolita.
—¿Ah sí? —dijo Horacio.
—Sí, es un bicho bolita.
—Ah, pensé que era un carpincho bebé —le dijo, y todos se rieron de la tontería. Bueno, no todos, el bicho bolita que no era un bebé, sino más bien un adulto, se lo tomó bastante mal e hizo escuchar sus quejas. Pero como el comandante Pinoy no lo escuchaba, porque como todos sabemos, los bichos bolitas siempre miran al piso y hablan muy bajito, se enojó peor y se sintió ofendido y no escuchado, razón de más para que se hiciera bolita y se quedara toda la tarde ahí.
No hubo caso. Trataron de animarlo con canciones sobre heroicos bichos bolitas cazando dragones, pintaron retratos como el Bicho Lisa, aquel famoso cuadro del bicho sin cejas que supo inmortalizar Leonardo Dabicho y nadie sabe a dónde está mirando, aunque todos sabemos que lo más probable es que mirase el piso. Pero nada, no hubo caso, dicen que cuando un bicho se hace bolita solo una cosa puede hacerlo deponer su actitud, y esa es la mujer del bicho bolita.
Así que la mandaron a llamar y le explicaron el problema. El conejo Horacio se disculpó y prometió tomar clases de reconocimiento de bichos bolitas. Y solo así, aunque no muy contenta, la señora Bicho decidió ayudar y convenció a su marido de que depusiera la bolita y volviera a su hogar. El bicho accedió de mala manera y solo si lo ayudaban a desenredarse las patas, porque hacerse bolita no es fácil, sobre todo si se tiene más de ocho patas.
—Todo el mundo al trabajo —dijo el comandante Pinoy cuando la crisis fue resulta.
—Ahora sí, finalmente voy a descansar unos cuatro o cinco minutos —decía cuando se escuchó un grito desde el castillo.
—¡Comandante Pinoy! ¡Comandante Pinoy! —se escuchaba el grito en la distancia.
—Es la reina —dijo el comandante—, todos a sus puestos —gritó y corrió rumbo al castillo. Pero los conejos entendieron «Todos a los huertos» y como no había huerto en el castillo, corrieron para donde pudieron, con tanta mala suerte que terminaron todos chocando en la puerta del castillo. Para colmo de desparramo, cuando el Comandante se levantó, había tal marejada de conejos, que a simple vista parecían más conejos que patas, lo cual todos sabemos que está mal, porque a nadie le gustan las patas de conejo sin el conejo que las controle. Y como la Principepa seguía gritando, tuvo que entrar por la ventana de la cocina y correr a la alcoba real. Cuando entró, cubierto de harina y otros productos que se cruzó en el camino, la Principepa estaba echada en su cama, completamente roja y gritaba:
—¡Ay, me muero! ¡Ay, me muero! ¡Estoy hirviendo! ¡Bajen la calefacción! —decía.
—Pero su reinosidad —le contestó el comandante— no tenemos calefacción.
—Entonces bajen el sol, que me estoy cocinando, hace un calor horrible.
—No hace tanto calor, mi reina, y recuerde que la última vez que quisimos bajar el sol, terminamos con dos renacuajos menos porque…
—¡Basta de peros! ¿No ve que estoy hirviendo?
—¡Qué raro! —dijo el Comandante y se atrevió a tocarle la frente — ¡Ay, por dios! ¡La reina tiene fiebre!
—¡La reina tiene liendres! —dijeron los sirvientes.
—¡La reina tiene dientes! —gritaron los caballos, y después se miraron por un segundo porque eso era normal, y continuaron con sus cosas.
Entonces el comandante Pinoy mandó llamar a la doctora Carmela, pero como los sirvientes, para variar, escucharon mal, le trajeron a la doctora Gacela y el comandante Pinoy, como era muy considerado, no quiso admitir el error y le preguntó por la paciente:
—Doctora Gacela, ¿usted cree que es grave?
—No, no creo —dijo la doctora.
—Entonces, ¿agudo? —le preguntó el Comandante.
—No, tampoco. Quizás esdrújulo —le dijo la doctora y el comandante comenzó a dudar de sus credenciales.
La doctora Gacela recomendó que la Principepa se quedase en cama durante cuarenta y ocho horas y que tomase un té cada veinte minutos. Con lo que no contaba la doctora era que a la Principepa no le gustase el té, a menos que sea con menta, y que tantas horas en la cama para ella eran una eternidad. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer; si había que estar en cama, ella quería correr; y si había que correr, se le daba por dormir. Como toda reina, tenía sus humores muy raros y les dijo que de ninguna manera iba a quedarse en cama mientras que todos los demás pululaban por el jardín.
Y así fue, como el comandante Pinoy le ordenó a todo el reino permanecer en cama por las siguientes cuarenta y ocho horas, desde el primero hasta al último animal del reino le fue dado un pijama, dos o cuatro pantuflas (dependiendo de la cantidad de patas) y un termómetro para medirse la fiebre. El reino se convirtió rápidamente en lo que la reina llamó “El pijama Party más grande del mundo”, y cuando pasaron las cuarenta y ocho horas, la Reina solo por diversión declaró que hubiera tres horas más de siesta para recuperarse de tan gran fiesta de pijamas.
Y colorín colorado, el Pinoy durmió con un pijama rayado.
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