El castillo no amarillo.

Era un día normal en la vida de la Principepa. El castillo relucía, el gato Natalio perseguía algún ratón y los sirvientes reales pululaban por el jardín.

El comandante Pinoy junto a su tropa de leales conejos montaba guardia junto a la única muralla del castillo. Habían pasado ya veinte horas desde la última invasión de carpinchos, y el comandante esperaba que al menos pasasen dos horas más antes de la próxima.

—No es que los soldados no sean eficientes —decía— es que no tenemos paredes.

Y tenía razón. Una muralla para todo un castillo no es mucho cuando se trata de carpinchos.

—¡Comandante Pinoy, comandante Pinoy! —gritó con fuerza la Principepa.

—Mande, su reinosidad, la reina de las reinas —dijo el comandante Pinoy, agolpándose junto a sus conejos frente a la reina.

—Pinoy, dígame de qué color es este castillo —dijo señalando el castillo que se levantaba detrás de ella.

El comandante dudó y finalmente le dijo:

A juzgar por su color verde, parece un castillo verde.

—¿Y yo de qué color mandé pintar el castillo?

—La última vez que vino el pintor le mandó cortar la cabeza, y cuando hablé con la cabeza…

—¡Amarillo, lo quiero amarillo! —gritó la reina mientras acariciaba a Natalio y se alejó con el gesto internacional de cortar la cabeza.

—¡Reunión en el castillo! ¡Reunión en el castillo! —comenzaron a decir los conejos, y se reunieron todos alrededor del comandante Pinoy.

—Tropa de leales conejos —comenzó a decir el comandante— estando aquí parados… bueno, no todos, algunos de nosotros, los otros en cuatro patas, pero erguidos… no todos claro, algunos encorvados, pero orgullosos al menos. Tengo la obligación de encomendarles una nueva tarea, no será fácil —continuó el Pinoy con aires de sargento— no será linda, pero será amarilla.

—¡Amarilla! —gritaron los conejos.

—¡Amarilla! —decía Juanete a lo lejos.

—¡Se metieron las polillas! — gritaron las vacas.

—Nos roban las redecillas —comenzaron a correr los pescadores.

En un segundo el castillo fue un desparrame, los pescadores tomaron las redecillas, las vacas ahuyentaron a las polillas y toda la muralla quedó amarilla. Hay quien dice que un conejo también fue pintado de amarillo, pero no se quejó porque le combinaba con el bombín.

—Que se calmen todos, que se calmen todos —gritó el comandante Pinoy confundido— no sea que vayan a pintar a las polillas.

—Lo que he dicho —continuó— es que debemos pintar el castillo de amarillo.

—¿Pero no es amarillo? —preguntó uno confundido.

— No, es verdoso —dijo el otro.

— Ah, es pegajoso —dijeron los conejos.

— ¡No, no, alto, que nadie diga nada! —gritó el comandante Pinoy.

Y todos murmuraron:

—Mmm, mmm, mmm.

—Entonces pintaremos de amarillo, ¿han comprendido? — preguntó el comandante.

—Mmm, mmm, mmm —se escuchó a lo largo del castillo.

— ¡¿Que si han comprendido?! —preguntó nuevamente y los “mmm” se hicieron oír—. Lo tomo como un sí —dijo.

— Conejo Alfredo, busque la pintura. Conejo Matías, dígale al conejo Alfredo dónde está la pintura. Conejo Gerardo, póngale botitas al gato Natalio, no sea cosa que se manche las patas.

Y así fue cómo el comandante Pinoy organizó a la guardia del castillo. Y para cuando la Principepa volvió, el lugar relucía de un amarillo amarillento, tan amarillo que el sol parecía naranja.

—¡Comandante Pinoy! —gritó la Principepa.

—Mande, reina de todos los castillos amarillos —dijo el comandante.

—¿Qué pasó con mi castillo, ¿por qué se ve tan amarillo?

—¿Porque lo pintaron los conejos? —dudó el comandante.

—¿Y por qué lo pintaron los conejos? —preguntó curiosa la reina.

—¿Por qué usted lo pidió amarillo, su majestad?

—¿Y quedó amarillo? —dijo confundida la Principepa.

—A juzgar por su tono amarillento, diría que sí —dijo el comandante Pinoy confundido.

—No, no lo quiero —dijo la Principepa, lo quiero verdoso, me parecía más jocoso.

Y se marchó.

Y esta fue la vez que el castillo fue y no fue amarillo, y podríamos contar cómo volvió a ser verdoso, pero no quiero ser empalagoso. Como era la hora de la siesta los conejos se metieron en la cesta y la historia verdosa nos queda para otra cosa.

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